miércoles, 15 de agosto de 2012

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El miedo



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Vamos a ubicarnos en una cálida tardecita del mes de septiembre.

Sofía tiene 17 años, está a punto de terminar la secundaria y es buena alumna. Es muy querida por sus compañeras y como estaban por festejar el Día del Estudiante, aunque atrasado, tenía que reunirse con ellas para organizar los festejos.

Sin embargo se detuvo en el camino. Se quedó en la plaza.


Sentada sola en un banco. Las piernas estiradas, con el pie derecho apoyado sobre el izquierdo, prácticamente recostada como si estuviese en una reposera. Sólo la parte superior de su espalda se apoyaba en el banco, tratando de que el final del respaldo haga las veces de apoyacabezas dejando su mirada fija, y al mismo tiempo, perdida en el cielo.

Una mirada larga, de pupilas dilatadas, de muchos pensamientos que no tienen que ver con la primavera ni con el día del estudiante pasado. Sofía tiene otra preocupación. Está embarazada.

Se pregunta a sí misma; “¿¡Qué hago!? ¿¡Cómo se lo digo a mis viejos!? Me van a matar”. Sus padres son muy conservadores, llevan una vida estructurada y participan activamente en actividades sociales del barrio y de otras instituciones. Una noticia como ésta podría ser catastrófica para ellos.

Por eso ella siente mucho miedo, no puede evitar que los pensamientos de un posible aborto retumben en su cabeza. Hasta el suicidio hace su aparición, aprovechándose de la desesperación.

¿Y el novio? ¿El padre? Su novio es más chico aún, y sabe que la va a apoyar, pero cree que la decisión la debe tomar ella, y luego comunicárselo. Si hay diferencias lo conversarán. Sofía quiere dejar de pensar porque su cabeza no para.

“Basta, que sea lo que tiene que ser”, dice. Se hace fuerte a su manera, se levanta del banco y se dirige a su casa.

A los dos pasos, su corazón empieza a latir como un tambor, los nervios la hacen temblar tanto que no puede coordinar sus movimientos para caminar, ya no resiste las ganas de llorar.

Una bicicleta con intenciones de subir a la vereda delante de ella hace que se detenga, lleva la palma de su mano al pecho e inhala todo el aire que puede como para calmarse a sí misma.

Mientras tanto, observa al pequeño que viene siendo llevado en la parte de atrás de la bici. El la está mirando y se ríe, pero esa sonrisa angelical de golpe se convierte en un grito desgarrador. Todos lo miran. Sofía, automáticamente, ayuda a la madre a asistirlo. Uno de sus piecitos fue atrapado por la rueda de la bici al subir a la vereda. El pequeño estalla en llanto, pero fue solo un apretón. De todas maneras, está muy asustado.

Ella se tranquiliza, mira a la madre agradecerle su asistencia aunque nota que está llorando.

“¿Vos también te lastimaste?”, le pregunta Sofía. “No”, contesta la madre mientras secaba sus lagrimas con un pañuelo. “Es que me asuste por cómo grito, pensé que lo había golpeado mal”.

Por alguna razón, Sofía se sentía más tranquila, sentía que su miedo era similar al que sintió el pequeño al lastimarse o al que sintió la madre al escuchar el grito de su hijo.

Luego Sofía vio como la mujer alzó a su hijo y frotaba su piecito como para tratar de calmar su llanto, mientras que él la agarraba sin detenerse con un abrazo que nunca encontraba su posición.

Ella se imagino con su hijo en una situación similar, se despidió de ellos y siguió su camino. Llegó a su casa, ya sin pensamientos oscuros. Justo estaban papá y mamá tomando mate en la cocina, “Llegué justo para los mates” dijo ella presentándose por la puerta del comedor.

“¿Cómo andas hija?” preguntó el padre. “Vení, sentate”, invitó la madre. Ella sin dejar pasar un segundo responde, “tengo que contarles algo muy importante”.

Los padres le prestan toda su atención y con voz muy relajada y sin tantos preámbulos deja escapar la noticia. “Quería decirles que estoy embarazada”.

El padre congela su mano en el aire, aferrándose al mate. Luego trata de continuar merendando, como si nada hubiera pasado. Sin quitarle los ojos de encima a Sofía continúa llevándose la bombilla a su boca y trata de exprimir un mate ya sin agua, el ruido de la bombilla escarbando en la yerba lo vuelve a sobresaltar como si rompiera una especia de hechizo causado por la noticia.

En tanto, la madre, sin tampoco retirarle la mirada, estira lentamente el brazo hasta llegar a la mano del padre para apretarla con fuerzas con la intención de transmitir tranquilidad.

Sofía no dejaba de mirarlos, buscando una respuesta. Mueve eléctricamente su cabeza hacia un lado y hacia el otro. Nadie dice nada. Comienzan los sollozos y ella explota en un llanto.

“Perdónenme” dice, respirando acongojada por la boca mientras baja la cabeza.

Entonces el padre dice, “no tenemos nada que perdonarte. Por algo será, será un regalo para nosotros”. Ella, aún parada, gateo por encima de la mesa para abrazar a su padre.

La madre miraba la escena con la mano tapando su boca, como para silenciar el llanto hasta que no le importó que la escuchen y se unió al abrazo. Ya más tranquilos, el padre comenzó a programar el futuro de Sofía, ya entusiasmado. No estaba fingiendo ni tampoco tranquilo. Ni tampoco las lágrimas dejaban de caer por su cara. “Tenés que terminar la secundaria sin llevarte materias, porque se te va a complicar para las fechas en las que hay que rendir. Después vas a cuidar del bebe hasta que te deje seguir estudiando o trabajar. Lo que vos quieras. Nosotros siempre vamos a estar”.

Ya en su cuarto, esa misma noche, Sofía se encontró otra vez con las piernas estiradas, con el pie derecho encima del izquierdo. Pero esta vez en su cama. Su mirada ya no se perdía en el cielo, estaba colgada en el techo de su habitación. Aquellos pensamientos oscuros estaban llenos de luz y alegría.

Para los padres, los hijos son un pedazo de su vida con alma propia. Nunca dudes en hablar con ellos por más que la relación no sea la mejor. Siempre te van a ayudar a ver el camino de otra manera; con un poco menos de miedo; al igual que cuando salían de tu habitación cuando llorabas por un mal sueño.


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